Thursday, July 5, 2007

LO QUE SE HACE CON LA LUZ

Wednesday, June 22, 2005

No debiste, escribe en su carta.
No debiste apostarte bajo el balcón ni tirar piedrecillas contra el ventanal (para eso hay timbres, añade, entre paréntesis, en su carta). No debiste gritar: ¡Sal de ahí! Ni hacer como que no notabas a la pequeña multitud que, entusiasmada por tu desacato, intrigada por tus consignas, empezó a congregarse bajo las jacarandas del bulevar.

Porque yo había, efectivamente, buscado su casa. Había caminado bajo sus señas y, después de soñarla—ella dormía, en mi sueño, bajo la luz torrencial del día, ella se tapaba apenas con transparentes sábanas terrenas, ella descansaba, y soñaba a su vez, dentro de su descanso, con la luz, esta luz, que no podía ver pero que sí podía imaginar—había salido yo a toda prisa bajo la luz torrencial que acababa de dejar, sola y atroz, dentro del sueño. Y la había encontrado, como es de suponerse.

Esto es una verdadera tragedia, escribe también, en su carta. Mírate la cara: desvelada, marchita, llena de anticipación.

Y la miro, porque la obedezco. Y constato. Mi cara.

No debiste, insiste, en su carta, dentro de la escritura de su carta. No debiste gritar que miento, que viste la fotografía, que alguien me busca, que soy una ladrona vulgar. Jade. Mancuernillas. Hay cosas que no se gritan, Cristina, y escribe mi nombre como quien levanta una bandera blanca detrás de una colina. Hay cosas que se callan o, mejor aún, que se imaginan. Sólo se imaginan.

Y lo que hago ahora, mientras leo la carta y escribo sobre la carta que leo, es decir, mientras leo y escribo de manera intermitente, de manera interrumpida, de manera intercalada, es imaginar el momento en que ella escribe la carta. Su rostro: marchito, desvelado, lleno de anticipación. Sus fosas nasales: una pura aspiración de cocaína. Sus manos: púrpuras (no sé, de verdad, por qué las veo de color púrpura). Su sonrisa: melancólica y furiosa como la luz que está condenada a imaginar. Sus manos: un clavo en el plexo de cada palma abierta. Sus manos: ah, sus manos. Su nuca: el teatro de una fiebre única. Su confesión:

Soñaba, efectivamente, con la luz. Soñaba con un libro que se abre bajo la solar iridiscencia de un mediodía. Luminosa rampa. Soñaba con la lengua cuando sale de su cavidad—rosa ella, suave ella, desatada. Soñaba con el reflejo que salta del filo de una daga cuando la daga sale, veloz, de las vísceras, diestra, del adentro, ágil, de un sitio denominado espina u oscuridad. Soñaba. Me gusta soñar. No debiste, lo repite insistentemente en su carta, no debiste interrumpir mi melancolía. Mi imposibilidad.

Porque hay una casa en llamas en alguna esquina del encéfalo.
Porque en junio cunde la predicción y mi silla es de madera.
Porque llueve. Porque lloverá. Porque hoy llueve.
Porque los cinco dedos de mi mano izquierda tocan la orilla delgadísima del cielo. Y entonces, el cielo, que es una lengua pavorosa, deja caer del azar los otros cinco dedos.
Porque no sé hablar.
Porque la muda observa sin cesar el agua intranquila de la pecera.
Porque alguien se hunde bajo las mamparas de un texto.
Porque te conozco. Porque no te conozco.
Porque la sirena, que es una sirena que canta desde la ambulancia roja, anuncia tu llegada.
Porque no puedes salir.
Porque no te llamas Xian.
(Todo esto pienso cuando pienso en la melancolía que interrumpo, la imposibilidad que intercalo, la escritura que, intermitente, me lee).

No debiste gritar que soñabas, Cristina. Cuando el ruido de tu congregación me despertó, cuando comprendí que estabas ahí, haciendo un alarde de tus nudos y de tu perfil, cuando te reconocí la voz, no tuve, como nadie la tiene, alternativa. Desperté y, sabiendo que arriesgaba todos mis años, toda mi muerte, toda mi vida, me incorporé. El ruido de las rodillas, tienes razón. La trepidación del respiro. Ah, la lentitud. La magnífica lentitud de ese segundo: corrí poco a poco la pesada cortina. Y cuando me viste, cuando tu ojo rompió, y esto sin cuidado alguno, el candado del vidrio, el nudo de mi propio perfil, no debiste gritar que esto, que esto que sí pasaba, era un sueño. Cristina. No debiste salir corriendo.

Estoy, después de todo, viva.


Y la veo escribir todo esto: un alud sobre el escritorio. Una línea inclinada, o, mejor, quebrada sobre el teclado. La nariz blanca. La mirada horizontal contra la pantalla. Todo en un raro azul que se me antoja calificar, por razones que desconozco, como un azul de metileno. Todo en un tumultuoso silencio lleno de aves despavoridas.

Y no sé, de verdad, qué haré con la luz.

--crg

# posted by crg @ 7:57 AM

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