Thursday, July 26, 2007

MIMETIC POISONING

Viene desde Puerto Rico, la carta. Viene de la pluma de Marta Aponte, escritora. Del pasado, de otros libros, de una conversacion con champan, de todo eso, viene.

Y no puedo hacer otra cosa mas que incluirla aqui, meditabunda. Ya esta pasando otra vez. Ya pasa.

--crg

De la luz. Es un monstruo donante, una vampiro donante universal, lo que no deja de ser maravillosamente raro, aunque es cierto que el parásito más estupefaciente te promete la vida eterna a cambio de matarte gozosamente.

Sin embargo, de la violencia de la vampverídica sólo da fe esa señora de la vajilla china, posiblemente un engañoso avatar de la dragon lady o de Fu Manchú, en quien no conviene confiar.

La de los tacones me llevó al encuentro de una frase de Lispector, escribir es un "vacío terriblemente peligroso: de él saco sangre". Y desde luego a la condesa sangrienta y al comentario de Aira sobre las tramas de los surrealistas, y de tu Alejandra, la "última": los surrealistas llevaron el juego al "terreno del folletín, de la novela gótica o fantástica, de Julio Verne o Walpole o Lewis (donde abundan las criptas con cadáveres reanimados) o de Raymond Roussel, o en última instancia de Lautréamont, con el que había empezado todo".

Y a los luminosos delirios de Avital Ronell sobre la adicción a todo género de drogas, entre ellas la literatura y la sangre: "So literature, which is by no means an innocent bystander, but often accused, a breeding ground of hallucinogenres, has something to teach us about ethical fractures and the relationship to law". El vampirismo como adicción literaria: "as sedative, as cure, as escape conduit or euphorizing substance, as mimetic poisoning". (Crack Wars: Literature Addiction Mania).

De la belleza deseada hay mucha en "Razones por las cuales uno le puede abrir la puerta de su casa a una mujer vampiro que llega de madrugada" y "Si mi vida fuera una novela". El encuentro con la otra especie, con lo inhumano, esa muy postmoderna y muy antigua mística ecológica.

Para terminar este cadáver asqueroso de cantos de lectura: la fotógrafa (residente en San Francisco) Dorotea Lange hablaba de la premeditación, del momento anterior a la meditación y al pensamiento, que presagia la instantánea fotográfica. Y Clarece Lispector parece que recibió de Dorotea y de Cristina esa relación con la luz y la extendió al sonido y escribió:
"Supongo que el compositor de una sinfonía tiene solamente el pensamiento antes del pensamiento y, ?es algo más que una atmósfera lo que se ve en esa rauda idea muda?" (Un soplo de vida)

Vampirizo las cartas de vampverídica, seguiré buscándolas en el blog, porque ella tiene varios blogs, dispersos en el reino de los electrones, y cada vez que te visita presagia otro cadáver de letras, de esos que tienen por fatalidad que resucitar en cada lectura.

Marta

Thursday, July 5, 2007

INICIAR QUE ES INTERRUMPIR

Hace poco mas de dos años empecé a recibir cartas de La Mujer Vampiro, La Verídica. Como se puede constatar en las entradas anteriores que he incluido abajo (el orden cronológico es en reversa, como corresponde a un verdadero blog), sus cartas me entretuvieron, me asustaron, me conmovieron. La leía con cuidado. La pensaba y, luego, la olvidaba, y luego volvía a pensarla. Escribí sobre ella, a su alrededor. Luego, poco tiempo después, dejé de hacerlo. La olvidé por completo; la olvidé para no recordarla más. Supongo que así pasó, aunque sólo tengo una memoria vaga de ese proceso. En todo caso, hoy, de la nada que según Novalis es de color azul, llegó esto a mi buzón. Y volví a escuchar el repiqueteo de sus tacones sobre el pavimento.


Julio 3, 2007

Estás lejos, lo sé. En el tiempo y en el espacio, lejos. Estás y lo sé. No estás.

A veces te recuerdo. Hoy, por ejemplo. Esta noche. Acaba de pasar. Me alimentaba. Mejor: me preparaba para tomar mis sagrados alimentos. El ritual: el contacto: la sangre. Todo eso. El revuelo. Las hojas secas entre las suelas de los zapatos. El ruido de las rodillas. Los dientes apretados. Y, en el últmo momento, alcancé a verlo. En el penúltimo momento, debería decir, porque tienes razón: todo lo importante ocurre siempre antes. Era un libro tuyo en todo caso. Un libro tuyo en una de sus manos. Lo vi y me detuve entonces. Cuando ya corría dentro de mi memoria, y mi memoria como bien sabes es infinita, oí su respiración agitada y el latido loco del corazón: acababa de comprender que se había salvado. Corría despavorido por eso. Dejó tu libro tras de sí. Cuando lo recogí del pavimento supuse que era o una señal o un regalo, o ambos.

Conocí la luz, eso quería decirte.

Te escribo en realidad para decirte eso: soy alguien que conoce la luz. Sé lo que significa overcast.

Tuya, como siempre, Ulises Aldravandi
.

--crg

LA COSA MÁS EXTRAÑA

Wednesday, September 21, 2005

Dice: Que no podía dormir anoche, insomnio, ya sabes, lo de siempre, el stress y, bueno, esto de no llevarse bien con la incertidumbre, falta de espíritu posmoderno, dirás, te lo apuesto, aunque cualquiera que haya sido la razón, filosófica, existencial o física, el hecho sigue siendo que no podía dormir y, en el insomnio, que es horrible, por cierto, me puse a ver por la ventana. Agradable a veces esto de ver por la ventana, ¿no crees? Algo de otro siglo. Y en eso estaba cuando, apenas unos minutos después de que cesara la lluvia, vi la cosa más extraña: dos personas caminaban en la calle de lo más tranquilas, despacito, como bamboleándose incluso, quitadas completamente de la pena, y ni qué decir de la angustia y el stress que a mí me estaba matando de sueño, de ganas de dormir, quiero decir, iban, pues, muy campantes las dos, charlando en voz baja de cosas que, por estar dichas en voz baja, naturalmente no alcanzaba a oír, no soy tísico, claro, y nunca lo he sido, líbreme el señor, no que yo sea religioso, no me vayas a malinterpretar, es sólo una expresión. Ellas, porque pronto me di cuenta de que eran dos mujeres, y eso volvía la cosa todavía más extraña, la calle, por ejemplo, y el hecho de que acababa de llover, así, tan repentinamente, la noche misma incluso, una noche asombrosamente despejada, por cierto, caminaban como si anduvieran caminando en otro lugar, como si a cada paso estuvieran, de hecho, fundando su ciudad privada, un sitio, en todo caso, donde no existía el peligro, ni la violencia, ni el robo, ni el secuestro, ni la violación, es más, y esto ya es el verdadero colmo, un lugar donde ni siquiera existían los accidentes. Así de campantes caminaban y, por eso, las miraba yo con sumo estupor y con suma envidia porque, y en esto debes estar de acuerdo, estoy casi seguro de eso, nada puede causar más estupor ni más envidia que eso que, a falta de otra palabra, a falta de otro sustantivo, sólo atino a denominar como lo campante--una cierta manera de obliterar el peligro nada más porque no se piensa en él, nada más porque alguien, ésas dos en todo caso, habían decidido premeditada o impremeditadamente, a saber, sacar de sus cabezas la idea misma del peligro, cualquier cosa que sonara o imitara o pudiera sugerir la idea del peligro, algo que se trasminaba después, de forma por demás natural, a las piernas y, después, a los pies, al ritmo con que los pies caían, ah con tal desmesura, con tal aplomo, con tal bienaventuranza, sobre el pavimento lleno de charcos y, por lo tanto, lleno de espejos, porque me imagino que te has fijado que los charcos en la calle, de noche, especialmente en noches asombrosamente despejadas como la de anoche, parecen espejos, ¿no es así? Dos mujeres que caminan campantemente de noche, qué cosa más extraña, y más si se toma en cuenta que una llevaba zapatillas y vestido azul celeste y guantes blancos y otra iba de mezclilla y mocasines y con el cabello despeinado, muy distintas, cierto, pero muy iguales a decir verdad, muy parecidas en eso de haber desterrado el peligro, y cualquier otra cosa que pudiera oler o saber o verse por el más mínimo de todos los segundos como el peligro, y de ir caminando como si, en el acto mismo, estuvieran fundando un lugar, para mí, por otra parte, inaccesible o, en todo caso, muy extraño porque ¿cómo imaginarse un lugar donde dos tipas solas puedan caminar así, tan campantemente, tan quitadas de la preocupación y de la angustia y, claro, de mi insomnio? No sé, la verdad que no lo sé, honestamente no alcanzo a imaginarlo. Un sitio así. Ah. Digo, ni que fueran heroínas o turulatas o monstruos o, el colmo, las mujeres vampiro, ¿no?

Entonces se detiene (la cosa más extraña), me ve con ojos alucinados y no dice. No dice nada.

--crg

# posted by crg @ 2:32 PM

RAZONES POR LAS CUALES UNO LE PUEDE ABRIR LA PUERTA DE SU CASA A UNA MUJER VAMPIRO QUE LLEGA DE MADRUGADA

Tuesday, September 13, 2005

Porque nadie medianamente humano puede dejar a algo decididamente no humano a la intemperie en una noche de tormenta. Porque una BigDramaQueen nunca perdería la oportunidad de producir un Gran Momento Dramático. Porque sí. Porque el olor a tabaco todavía produce deseos, imágenes, melancolía. Porque la palabra vaho, dibujada justo sobre el vaho de la ventana, provoca risa. Porque es septiembre. Porque un arca desconocida se desliza, terrestre, entre los pies. Porque con alguien se tiene que poder jugar a las cartas (marcadas). Porque aguzando el oído uno escucha un murmullo, gemido, un grito, un susurro, un alarido (y nada de eso es humano). Porque, a veces, el insomnio. Porque siempre la curiosidad. Porque la extrañaba. ¿Por qué no? Por la desvergonzada manera en que tararea casi la pregunta ¿y cómo has estado? Porque no tiene la menor idea de que el tiempo pasa. Porque la esperaba. Porque huele a adrenalina, coca, menta. Porque esa mujer de seguro huye de algo. Porque sus tacones son dagas son ecos. Porque los puntos suspensivos están hechos de huesos. Porque escribo, mientras ocurre, ésta es la madrugada en que aparece la Vampírica bajo el dintel de la puerta. Porque no tengo opción. Porque nada tiene remedio. Porque acaso sepa el nombre de la pieza desconocida. Porque seguramente no lo sabe y disfrutará, también seguramente, ése no saberlo. Porque guarda silencio de una manera casi anodina. Porque se viste de azul celeste. Ese cielo. Porque su voz. Porque el tiempo pasa. Porque soy su cómplice. Porque la esucho. Porque ya he cesado de preguntarme por qué.

--crg

# posted by crg @ 6:52 AM

SI MI VIDA FUERA UNA NOVELA

Monday, September 12, 2005

Escuchaba la radio porque: afuera empezaba a llover: en la Gran Era del Ojo resulta agradable abrir el Oído: la frase "escuchar la radio" suena a algo pasado de moda: tarareaba algo que me urgía oír: la única decisión que deseaba tomar ese crepúsculo era si subir o bajar el volumen: esperaba la melodía única y para mí totalmente desconocida que me hiciera pronunciar, en estado de total estupefacción, con un gozo atrozmente inédito, la palabra belleza.

Escuchaba la radio porque la melodía ésa, la única, la para mí totalmente desconocida, la más singular de todas, salía de las básicas bocinas como si se tratara de alguna otra. De otra posible.

Escuchaba la radio, cierto, y veía el techo sin verlo. Es más: no veía. Ciega súbita.

En un momento, no el menos sino, por el contrario, el Más Pensado, ocurrió. La ceguera se difuminó y, con la luz, con esa luz de por medio, se difuminó el placer: quise saber. Me pregunté, por ejemplo, sobre el autor--su nombre, su edad, su género, su sabor favorito, su día más desagradable. Me pregunté sobre la primera reacción que provocó--no en una sala de conciertos sino antes, allá, en ese cuarto de techos altos y soledades enormes, y aún antes, en los pasillos deshabitados del cerebro, los circuitos de las yemas de los dedos, la inanición. Dos gotas sobre el ventanal de septiembre. Luego tres. Me pregunté sobre todo lo que tuvo que pasar para ir desde el punto de partida hasta el punto de partida--porque la pieza, y esto lo supe antes de preguntarme cualquier cosa, era entre otras muchas cosas un punto de partida incesante. Un punto de partida vuelto eternidad. La llovizna se tornaba en lluvia mientras tanto.

Escuchaba la radio y, momentos antes de que el locutor en turno mencionara el nombre del autor, el título de la pieza, la orquesta que la ejecutaba, se fue la luz. Milagro como falta de electricidad.

Falta.

Afuera seguía cayendo agua de ese lugar que, por obra y gracia del caer acuático, se llamaba, ahora, cielo. La lluvia se había convertido, para entonces, en aguacero. Siempre me gustó la palabra aguacero.

Escuchaba la radio y, de repente, sólo pude oír el fluir del agua, el golpeteo de gota contra cristal, el chasquido de gota contra charco. La osamenta pluvial. Una cortina. La concebí y la acepté en un mismo movimiento: esta manera de pensar: nunca lo sabría.

El aguacero, ahí, se volvió tormenta.

Resignarse a no saberlo. Regodearse en no saberlo. Salvaguardarse en no saberlo.

Me dije: si mi vida fuera una novela, este sería el punto de la trama en que se oiría el ruido--definitivo, rama que se rompe, ropa que se rasga, accidente sobre columna vertebral--de nudillo contra cristal. En este momento debería aparecer bajo las arcadas del balcón, remojada, virulenta, letal. Y fumando un cigarrillo.

Agucé el oído.
Afuera, en un arca diminuta, se deslizaba algo que carecía de sentido. Algo bíblico. Algo estival.
La tormenta, ahora, era un diluvio.

Dije: pensaba en ti.
Agucé el oído.

El manto nocturno. La palabra belleza. El eco de sus tacones sobre la escalera.

--crg

# posted by crg @ 2:05 PM

LA MÁS TRAMPOSA DE TODAS SUS MISIVAS

Wednesday, August 17, 2005

Estoy bajo el agua, escribe.
Escribo en este momento desde abajo del agua, escribe. Cuando me río, me salen burbujas de la boca. A no ser por el ruido de las burbujas, todo es silencio, Cristina, escribe.

Podría morir así y, esto también lo escribe, podría vivir toda la vida así.

Luego escribe otras cosas. Asunto mórbidos. Asuntos obscenos. Describe, por ejemplo, una caída desde un doceavo piso a la que denomina “mi accidente”. La narración es confusa, más llena de omisiones que de hechos. Menciona el nombre de lugares como “Pátzcuaro” y “Roma” y “Almoloya de Juárez”. Luego describe una lucha cuerpo a cuerpo, la aparición rutinaria de la sangre, el ruido de los huesos, los cabellos enredados entre los dedos, los rasguños. Entonces, sin explicar el motivo, sin entrar en detalles, habla de la caída. Súbita y poco creíble. Súbita y demasiado oportuna. Súbita y casi invisible. Supe lo del doceavo piso porque, hacia el final de su misiva, lo refiere como una anotación en su expediente médico.

Esto es lo que sé de la Mujer Vampiro. Lo digo aquí para todos aquellos y aquellas que me preguntan por ella. Podría transcribir ésa, su última carta o, para ser más precisos, su carta más reciente, pero por alguna razón (una de tantas razones que no atino a comprender) no me siento con la fuerza o el gusto de hacerlo. Se trata, creo, de una misiva tramposa: acaso de La Más Tramposa de Todas sus Misivas. Pareciera ser que se comunica, pero en realidad no lo hace. De hecho, no sería del todo exagerado aseverar que lo que esta carta hace es no contar. interrumpir, con su existencia, lo que verdaderamente no existe: encarnar ese no-contar: ponerlo en mis manos para que yo, y he aquí la trampa, para que yo lo cuente. Por eso, y no por otra cosa, no me siento con deseos de publicar su carta. Porque si no quiere contar qué fue lo que pasó en realidad en ese doceavo piso, ¿con qué objetivo publicar un texto en que finge contarlo? No encuentro motivos suficientes para hacerme cómplice de sus medias verdades, de sus medias mentiras.

Pero miento también, como pueden deducirlo. Si no quisiera ser su cómplice, ¿por qué escribirlo?

--crg

# posted by crg @ 3:05 PM

TRES PIEZAS VAMPÍRICAS

Thursday, June 30, 2005


I.
DAR LA ESPALDA, cortometraje, México.
Entraría al cine aprisa, con el periódico sobre la cabeza y la respiración agitada. Afuera, el aguacero del verano. El mismo de siempre. El único. No me preguntaría sobre la película--su título, su autor, su tema--sino hasta que aparecieran en la pantalla los tacones altos sobre las baldosas. Close-up. El sonido, ése. Toc, toc. Toc, toc. Toc. Las poderosas pantorrillas. Toc. No me preguntaría nada, no tendría tiempo. La palabra estupor. La palabra reconocimiento. Justo antes de que surgiera la interrogante, se desarrollaría frente a mí la respuesta: La mujer que avanza como sobre dagas no ve hacia atrás. Camina: Entra a un bar de grandes espejos biselados: Saluda: Se contonea apenas al compás de la música electrónica: Observa su entorno--derecha, izquierda: Toma una larga copa de champán: Ríe: Platica--algo insulso, algo predecible: Eleva la copa: Guiña: Plática algo más--algo que se pierde entre los murmullos: Se despide. Afuera: el repiquetear de los zapatos femeninos. La velocidad.

Todo esto lo supondría.

Todo esto sería una conjetura porque el espectador, que sería yo, que únicamente, de esto me acabaría de dar cuenta en ese momento, sería yo en la sala vacía, nunca vería el rostro del personaje femenino. Ahí estaría la melena encendida de su cabello ondulado, la línea vertical del cuello, sus equidistantes hombros, la suave curvatura de la espalda, las nalgas, las piernas. Ahí estaría ella, toda ella, es cierto, pero de espalda. Se trataría de ese raro tipo de películas que, en lugar de (de)mostrar a su personaje, lo protegería de la visión ajena. De la visión mía. Me quedaría hundida en el asiento minutos después del fin del cortometraje, ciega en muchos sentidos y aspirando el olor a humedad vieja de los sillones. Entonces vendrían a mi mente las fotografías de Lorna Simpson y pensaría, como uno de sus críticos, que si el rostro es una noticia, la espalda es un poema en clave.


II.
LA VOZ POR LA BOCINA, Instalación, México.
La sala es blanca, blancas las paredes, los pisos, los techos.

Yo entraría ahí como quien se introduce en un sueño: sin saber cómo o por qué, encontrándome en el lugar de súbito, sin explicación. Toda entera.

En el centro de la sala hay un pupitre escolar. Sobre el pupitre, un teléfono. El teléfono está descolgado.

NO TOCAR

La bocina negra, pesada.
El cordón: una espiral no infinita.

La voz que sale de la bocina es tentativa, incrédula, meditabunda.
La voz dice:
¿Estás ahí? ¿Hace frío allá? ¿Hay sol? ¿Hay alguien? ¿Estás ahí?

Una y otra vez. Una y otra vez y nada más. Excepto por el batir de alas o de tela, excepto por ese ruido, sólo las preguntas básicas: “¿Estás ahí? ¿Hace frío allá? ¿Hay sol? ¿Hay alguien? ¿Estás ahí?”.

NO TOCAR


III
LA MUJER VAMPIRO CONTRA LOS HOMBRES SANTOS, historieta, México.

La encontraría en el puesto de la esquina de mi infancia, junto al Contraespía Ibáñez y Rarotonga. Se trataría de una revista de dimensiones normales y con los acostumbrados recuadros. No habría nada singular en la publicación, excepto que la heroína, la Mujer Vampiro del título, nunca aparecería en ella.

Habría, sobre todo o únicamente, huellas de su presencia. Pruebas irrevocables de que ella habría estado ahí: estigmatas en el cuerpo de lo real. Rasguños en la cara de Nadie. Graffiti. Señeras señas. Marcas. Inscripciones. Pero los Hombres Santos del título, vestidos ad hoc, nunca podrían dar con ella. Nunca podrían darle alcance.

Una trama fantasmática en el más puro estilo realista.

--crg

# posted by crg @ 9:39 AM

CORRER CON SUERTE

Wednesday, June 29, 2005

Dice que no se lo esperaba. Literalmente dice: “Uno no espera nunca algo así”. Luego levanta la taza del té--una taza pequeñísima, de intrincados diseños orientales, de la que asciende un humo con aroma a jazmín--y se la lleva a los labios con una lentitud casi exasperante.

Dice que había decidido caminar esa noche porque sí. Eso lo dice después de titubear mucho, por mucho rato también.

--¿Le sirvo más té? --pregunta, con ánimo de interrumpir la conversación, deseando no tener que contar nada.

Dice que no sintió sino que, al inicio, presintió su aparición. Algo como un súbito estado de alerta, un latigazo de adrenalina, un silencio ensordecedor. Y después, casi de inmediato, ese zumbido--una abeja tal vez; la mosca que, enloquecida, da vueltas dentro de su propio frasco.

--Corrí --dice--, sin saber por qué. Corrí como loca. Corrí, yo que nunca corro.

Este es el momento en que yo me llevo la diminuta taza a la boca y, por segundos apenas, el aroma a jazmín me hace pensar en las calles estrechas del barrio chino de San Francisco. Bajo la vista. Guardo silencio. La espero.

--Y empecé a gritar --susurra--. ¿Se imagina?

Le digo que sí, que me resulta fácil imaginar eso. Una mujer que grita en la calle, pidiendo auxilio.

--Pero no había nada cerca de mí o detrás. Nadie. Hasta los fantasmas debieron pensar que estaba loca.

Supongo que a ella eso le preocupa. Esto: dar la apariencia de estar loca. Supongo que a una mujer que tiene la delicadeza y el buen gusto de escoger el tipo de tazas en las que ahora tomamos este té delicioso, este té traído, con toda seguridad, del oriente, en pesados barcos fantasmáticos, le debe preocupar lo que los vivos y los muertos piensen de su estado mental. De su normalidad.

--¿Y entonces sobrevino el ataque?

La mujer se detiene. El mundo se detiene. Suspendida, la taza parece un ingrávido objeto surrealista en el centro de la habitación.

--Sobrevenir --murmura--. Qué bonita palabra.

Parpadeo. No puedo evitar la sonrisa. Si no estuviera tratando de obtener información sobre los ataques de la Mujer Vampiro, la Verídica, seguramente me detendría a considerar todas y cada una de las posibilidades de uso y desuso del sobrevenir, ese verbo. Lo enunciaría con ella una y otra vez hasta que la carcajada se volviera batiente y nada en el mundo importara, nada, excepto la palabra misma. Haría eso y más, estoy segura, pero tengo una misión. Soy presa de una curiosidad.

--El ruido --dice--, el sonido me rodeó. Un batir de alas o de tela. Eso parecía aquello. Golpes que no dolían, ¿me explico? Una gran turbación. Un no saber qué estaba pasando. Todo negro. Y, luego, todo más negro aún.

Está tratando de recordar. Ve hacia la pared y ve el parque. Se ve caminar y, luego, correr, y trata de ver más allá. Su contexto. Un rato después se da por vencida.

--Luego ya no supe --concluye.

Sobre el rojo damasco del sofá, la mujer se queda quieta, aún más. Su brazo izquierdo: una lápida de yeso. Su cuello: vendas blancas alrededor. Sus mejillas: rasguños, moretones, inflamación. Me ve verla.

--¿Tuve suerte, verdad? --parece que pregunta pero en realidad lo afirma. Parpadeo de nueva cuenta. Asiento. Sobrevenir, qué bonita palabra. Analgésico. Jazmín. Barco. La cabeza, de repente, llena de sustantivos. Esta vez corrió con suerte, sin duda. Pero eso, por pudor, porque el aroma del té ya me lleva hacia las 5 de la tarde de un país sin nombre, porque sí, no se lo digo.

--crg

# posted by crg @ 7:18 AM

LA MELANCOLÍA DE LA NUBE QUE SE VUELVE, AHORA MISMO, BRUMA

Tuesday, June 28, 2005

La escritura daña, se sabe. Uno es una persona antes de escrbir, y otra completamente distinta, otra ya dañada, cuando lo hace. Mientras lo hace. No hay escapatoria, eso también lo sé.

Escribir me hace creer, por ejemplo, que las cartas que firma un anónimo y algo desquiciado alguien que se hace llamar La Mujer Vampiro, La Verídica, existen. Escribir me obliga a leer esos textos con sumo cuidado, sin sentido de saciedad. Entre líneas. Escribir me hace pensar en ella y, luego, me hace olvidarla sólo para tener el placer de creer que, cuando la recuerdo, ella existe por primera vez. Escribir me hace pensar que lo que veo frente a mí es un cadáver y que el ruido que escucho son sus pasos, alejándose. Escribir me induce a marcar el número telefónico de la policía local creyendo, verdaderamente, que aquí se ha cometido un crimen.

Aquí se ha cometido un crimen.
Escribir lo sabe.

El hombre de mirada vidriosa se asoma a mi oficina y escribir me dice que la busca todavía. Él dice, entonces, justo en ese momento:

--La busco todavía --y yo sonrío, satisfecha.

Y porque necesito aire y hoy se ha cometido un crimen aquí, en la escritura, que es el mundo, lo invito a caminar bajo los oyameles. La melancolía de los días grises. Ah. Eso. Y la melancolía de las ramas que, verdes y opacas, se comban sobre las cabezas. Y la melancolía de los pasos, uno tras otro. Uno tras otros.

--Es un día gris --murmura, sabiendo que él y yo lo sabemos, pero que el lector necesita saberlo junto con nosotros. La complicidad. La convención. El escurrimiento del lenguaje.

--Sí --contesto, sin mirarlo, porque, después o antes de todo, lo conozco bien. Es mi personaje, es el personaje que yo creo independientemente de que un hombre de mirada vidriosa, de mirada sulfúrica, esté aquí, bajo el dintel de mi puerta, preguntando por ella.

--Estos días me recuerdan a mi adolescencia --le digo cuando ya estamos afuera, en la inmediación de la montaña, como si lo conociera de toda la vida. Como si le interesara.

La melancolía de la ráfaga y, luego, la melancolía de la escritura que trata, desde entonces, de producir la ráfaga a voluntad, en cualquier lado, a todas horas. Esa imposibilidad. El mundo bajo la ráfaga de aire frío: un vendaval: la adolescencia.

--Va a llover --dice él y asiento. Sus palabras me obligan a ver el cielo.

--¿Y por qué la buscas? --le pregunto. Intrigada de verdad. Intrigada por el cielo.

--Por lo mismo que tú --dice. Como si lo supiera. Como si me conociera. Me pregunto, de reojo, que es como se pregunta uno este tipo de cosas, si ahora yo soy su personaje. Si en este mismo momento me está produciendo.

--Esto es la lluvia --le digo, mostrándole la gota que resbala lentamente, muy lentamente, por el dorso de mi mano. No sé por qué la constatación, que es toda escritura, nos hace reír. Es entonces que corremos ladera abajo, dentro de las palabras "a carcajada batiente", hasta que el aire, que siempre se escapa, no da para más. Hasta que los pulmones. Hasta que las rodillas.

Alguien cae.
El crimen, otra vez.
La silueta sobre el pavimento.
Lo que está frente a los ojos pero los ojos no saben, no pueden, no quieren ver.

--Tú sabes que los vampiros no existen, ¿cierto? --le pregunto, resollando todavía.

--También tú --asegura. Por razones que todavía no entiendo, por razones que nunca entenderé, le creo.

La melancolía de la nube que se vuelve, ahora mismo, bruma.

--Pero sí se llama Ulises Aldravandi --confieso en voz muy baja--. Y también se llama Xian.

--¿Dónde está? --pregunta y, mucho me temo, suplica. Sus ojos suplican. Él de verdad cree que yo lo sé y por eso suplica--. ¿No te das cuenta que aquí se ha cometido un crimen, Cristina?

No es sino hasta que me sacude, literalmente, que empiezo a entender. Aquí, en la ladera de la montaña, rodeados de oyameles y balidos, dentro de las palabras "no hay tal lugar", hay un hombre que me sacude los hombros y yo empiezo a entender: La escritura daña: Nada tiene solución.

--crg

# posted by crg @ 10:25 AM

¿SOLO PARA ESO DA TU IMAGINACIÓN?

Saturday, June 25, 2005

Me gustaría, Cristina, de verdad, que fuera así de sencillo, escribe, a mano, en una carta que ha traído un mensajero muy joven esta mañana de lluvia hasta mi casa.

--¿Quiere que le diga algo? --me ha preguntado antes de darse la media vuelta y salir, titubeando.

--No --le dije, titubeando también, incierta--. Nada.

Me gustaría que bastara con oír ese ruido de voces en la calle, con levantarse, con correr una cortina. Me gustaría que bastara con la pena ajena, la vergüenza propia, el dolor de los otros, la misericordia, el placer. Me gustaría, de verdad, que todo eso fuera suficiente. También a mí me enternecen esas cosas, te lo juro.

Quisiera decir que lo escribe con pesar, pero mucho me temo que eso no es cierto.

¿Y qué creías? Sales corriendo, espantada, con la convicción, según leo en tu blog, de que no verás algo así en tu vida. Insisto: ¿Qué creías entonces? ¿Qué te imaginabas?

Ser vampiro tiene sus privilegios, Cristina: escribe, y lo noto en esta oración apenas, en esa letra pequeñísima y firme que, en tinta marrón, atraviesa lahoja de papel cuadriculado. :la soledad, por ejemplo. Tú, que escribes,debes saberlo. Debes saber qué preciosa, qué necesaria, qué difícil de retener es: la soledad. Su gozo. Su extrema libertad. Este aire que yo elijo. Y el espacio que llena.

Quisiera creer que miente, pero mucho me temo que eso no es cierto.
(Esta es una carta escrita desde la soledad. Lo entiendo así. La magnífica).

No puedo ver la luz del día, efectivamente, pero la noche me pertenece. No soy capaz, como dices, de “bañarme de luz, respirar la luz, lagrimear la luz” pero añorar la luz puede ser igual o más poderoso. ¿Lo habías pensado? Lo que importa, en todo caso, querida Cristina, es la relación con eso, con la luz. Lo que importa es el deseo. Su intensidad. Su arraigo.

Quisiera creer que falsea, pero mucho me temo que eso no es cierto. ¿O es cierto?

Aquí hubo una cortina de pesado terciopelo.
Detrás de la cortina hubo un perfil—delicado, impensable, femenino.
Detrás del perfil, muchos años.
Aquí hubo señuelo.

¿Sólo para eso da tu imaginación?, pregunta, después de lo que pareciera ser un largo silencio. Un silencio atravesado de bruma. ¿La oigo correr ahora?¿Son esos los piquetes de sus pasos sobre el pavimento? ¿Sólo de esa manera--normal, terrestre, diurna--puede soportarme tu imaginación? Veo que no nos hemos entendido. ¿Y la respiración que se trasmina por debajo de la puerta es un castillo que se derrumba? Veo que no nos entenderemos. ¿Está aquí, detrás mío, espiando lo que leo, que son sus letras, que es su tinta, su reticencia, sobre la parte posterior de mi hombro izquierdo? ¿Está en los lados de la lluviosa mañana gris y, luego entonces, ha sucumbido?¿Sobrevuela su propio desastre como un pelícano sin dirección? ¿Ha caído?¿Está cayendo? Veo tu deseo, Cristina, que es aniquilarme.

Aquí hubo una pesada cortina de terciopelo.
Un perfil.
Un señuelo de escrituras íntimas.
Aquí está todavía el dónde, el cuándo, el cómo una cortina se cierra.
(¿Pero es verdad que, reacia, se cierra la cortina?)
La mujer soslaya la sospecha suspendida.

No es para tanto el día, querida. Los árboles crecen en el día. Los animales despiertan en el día. Los hombres. Las mujeres. Se hacen en sus días. Pero el día puede ser también el pliegue donde se suspende, de soslayo, la sospecha. Yo soy el despojo. ¿Y si esto fuera un castillo? ¿Y si fueras tú la que no necesitara la luz?
Afuera: la llovizna.
El verano se inicia así: con la llovizna. Todo es gris. Recuerdo que el bosque alrededor de todo esto, que es el gris, se llama Lutavia. En Lutavia hay reuniones secretas que congregan, en lugares y fechas desconocidas, a hombres y mujeres que no pertenecen a nada. Recuerdo su primera misiva. ¿Y si yo fuera la que precisara de oscuridad?

El mensajero, que regresa con toda seguridad de Lutavia, insiste: ¿Quiere que le diga algo?
Yo insisto: No, nada.

Y veo el cadáver una vez más. Y juro que no volveré a ver algo así en mi vida. Y me pregunto, sin poder dejar de temblar, cuál de las dos no puede salir de la oscuridad.

--crg

# posted by crg @ 5:01 PM

NO QUIERO VOLVER A VER ALGO ASÍ EN MI VIDA

Friday, June 24, 2005

Al inicio pensé que se trataba de una bolsa de basura o de la rama húmeda de un árbol. Luego, a medida que me aproximaba, tuve que aceptar que no reconocía la forma de lo que tenía frente a mí. No fue sino hasta después, hasta que cerré los ojos, que pude rehacer, desde la oscuridad de la imaginación, lo que acababa de vislumbrar en la oscuridad del mundo.

Había salido tarde de una reunión y me dirigía, caminando, a casa. Pensaba en cosas imposibles mientras tarareaba una canción de Leonard Cohen. Pateaba piedras. Veía las ramas de los eucaliptos. Aspiraba el sosegado ambiente nocturno. Me sentía libre como la adolescente que ya no soy. Creo que fue mientras pensaba eso, mientras pensaba que me sentía libre como la adolescente que no soy, que la silueta se apareció, poco a poco, frente a mí.

Cerré los ojos y dejé de respirar. Eso pasó. Luego recompuse la escena detrás de los párpados y, sin haberlo conseguido del todo, casi de inmediato, los abrí de nueva cuenta. El cuerpo de un hombre dispuesto en ángulos extraños--una mano aquí, una rodilla allá, el cabello enrojecido--continuaba ahí, sin vida, frente a mí. Un cuerpo sobre el pavimento. Quise gritar pero no pude. Un charco de sangre. Quise alejarme. Un rictus de terror. Quise cerrar los ojos otra vez. Un tenis roto. Quise arrojar mi mano hacia su frente, hacia su hombro, hacia sus propias manos, como si el consuelo que es el tacto durante la vida pudiera serlo de igual manera durante la muerte. Un pantalón de mezcilla. Quise pensar. Un cuerpo sobre el pavimento. Quise ver.

¿Era esto entonces?

Mientras marcaba el número teléfonico del departamento de policía alcancé a escuchar el eco de sus tacones. Luego, mientras esperaba una respuesta, identifiqué el aroma turbio de su velocidad. Todavía con el auricular en la oreja traté de saber si se iba ya o si regresaba, despavorida. Cuando llegó la policía sólo estábamos él y yo, ahí, sobre la calle. Su cadáver y su interlocutora. Su espejo. Su materia exprimida. Su alimento y su lectora. Su trituración. Su despojo, su ruina. Su gabazo. El ruido urbano alrededor.

No fue sino hasta que llegué a casa, algunas horas después, que pude vomitar y llorar al mismo tiempo. ¿Así que eso era? Me lo pregunté muchas veces. Frente al refrigerador. A un lado del bote de basura. Bajo los cobertores. A través del vidrio de la cocina. Me lo pregunté en todos lados. Como conocía la respuesta, callé. Para entonces ya había decidido que no quería volver a ver algo así en mi vida.

--crg

# posted by crg @ 4:40 PM

ULYSSE, ALUMBRADA

Thursday, June 23, 2005

Debe ser algo así:
Hay una ambulancia que transita, roja, la avenida. Y el grito, y el eco del grito, y el grito del eco del eco, la persiguen con su endecha brutal. Esto es una alarma. Ulises acaricia la cera, calentándola. Esto es una garganta que se esparce. Y la cabellera de la sirena (bandera) (llamarada horizontal) (cosa que vuela sin rumbo) es una orquesta. Una acumulación de sonidos. Boulez dirige la ambulancia con un gesto huérfano. Un gesto sin brazo ni vientre ni pelo. Atonal. La cera en el escenario que forman las yemas del dedo medio y el pulgar. Suave como un recién cadáver, sin voluntad: la cera. Suave como un hombre al que se le dice: eres suave. Ulises, que no es Ulises Aldravandi, y que pasea dentro del cíclope de la alarma atemporal, se quita la oreja y, a través del tímpano desnudo, del tímpano que es una membrana de hondos vagidos, el rumor se inmiscuye. Entra.

Afuera: la cera que es un cuerpo: se derrite: bajo el paraguas solar: resbala
la sirena: un puro tañido espinoso: la daga sobre la que camino:
La ambulancia: su orquesta: un rojo hexagonal.
Afuera, bajo la luz, tú: segunda persona del singular.

La mujer abre las palmas de las manos y las palmas de los dientes y las palmas de los vellos, y las lanza, a todas las palmas, todas abiertas, desde debajo del arco trémulo de una iglesia, hacia el cielo. Un mediodía.

Se baña de luz. Respira la luz. Lagrimea la luz.

De entre las páginas del libro de 1602 surgen—trepidantes, alucinógenos, minuciosos—los insectos de agua dulce, los insectos de tierra, los insectos de todos estos siglos. Una clasificación.

Ulises, que no es Ulises Aldravandi. Que no será.


Podría ser algo así:
Esto es, querido mío, la falsedad.


Es algo así:
La segunda tentativa sobre lo que una vampira hace con la luz (acción que la convierte, como es de suponerse, en una ex-vampira) o la luz que, tentativa, se aproxima al sujeto, que puede ser la misma vampira u otra, pero que indudablemente abre la cortina. Y estalla: la luz, el sujeto, la cortina. La mirada. Así.

--crg

# posted by crg @ 6:22 AM

LO QUE SE HACE CON LA LUZ

Wednesday, June 22, 2005

No debiste, escribe en su carta.
No debiste apostarte bajo el balcón ni tirar piedrecillas contra el ventanal (para eso hay timbres, añade, entre paréntesis, en su carta). No debiste gritar: ¡Sal de ahí! Ni hacer como que no notabas a la pequeña multitud que, entusiasmada por tu desacato, intrigada por tus consignas, empezó a congregarse bajo las jacarandas del bulevar.

Porque yo había, efectivamente, buscado su casa. Había caminado bajo sus señas y, después de soñarla—ella dormía, en mi sueño, bajo la luz torrencial del día, ella se tapaba apenas con transparentes sábanas terrenas, ella descansaba, y soñaba a su vez, dentro de su descanso, con la luz, esta luz, que no podía ver pero que sí podía imaginar—había salido yo a toda prisa bajo la luz torrencial que acababa de dejar, sola y atroz, dentro del sueño. Y la había encontrado, como es de suponerse.

Esto es una verdadera tragedia, escribe también, en su carta. Mírate la cara: desvelada, marchita, llena de anticipación.

Y la miro, porque la obedezco. Y constato. Mi cara.

No debiste, insiste, en su carta, dentro de la escritura de su carta. No debiste gritar que miento, que viste la fotografía, que alguien me busca, que soy una ladrona vulgar. Jade. Mancuernillas. Hay cosas que no se gritan, Cristina, y escribe mi nombre como quien levanta una bandera blanca detrás de una colina. Hay cosas que se callan o, mejor aún, que se imaginan. Sólo se imaginan.

Y lo que hago ahora, mientras leo la carta y escribo sobre la carta que leo, es decir, mientras leo y escribo de manera intermitente, de manera interrumpida, de manera intercalada, es imaginar el momento en que ella escribe la carta. Su rostro: marchito, desvelado, lleno de anticipación. Sus fosas nasales: una pura aspiración de cocaína. Sus manos: púrpuras (no sé, de verdad, por qué las veo de color púrpura). Su sonrisa: melancólica y furiosa como la luz que está condenada a imaginar. Sus manos: un clavo en el plexo de cada palma abierta. Sus manos: ah, sus manos. Su nuca: el teatro de una fiebre única. Su confesión:

Soñaba, efectivamente, con la luz. Soñaba con un libro que se abre bajo la solar iridiscencia de un mediodía. Luminosa rampa. Soñaba con la lengua cuando sale de su cavidad—rosa ella, suave ella, desatada. Soñaba con el reflejo que salta del filo de una daga cuando la daga sale, veloz, de las vísceras, diestra, del adentro, ágil, de un sitio denominado espina u oscuridad. Soñaba. Me gusta soñar. No debiste, lo repite insistentemente en su carta, no debiste interrumpir mi melancolía. Mi imposibilidad.

Porque hay una casa en llamas en alguna esquina del encéfalo.
Porque en junio cunde la predicción y mi silla es de madera.
Porque llueve. Porque lloverá. Porque hoy llueve.
Porque los cinco dedos de mi mano izquierda tocan la orilla delgadísima del cielo. Y entonces, el cielo, que es una lengua pavorosa, deja caer del azar los otros cinco dedos.
Porque no sé hablar.
Porque la muda observa sin cesar el agua intranquila de la pecera.
Porque alguien se hunde bajo las mamparas de un texto.
Porque te conozco. Porque no te conozco.
Porque la sirena, que es una sirena que canta desde la ambulancia roja, anuncia tu llegada.
Porque no puedes salir.
Porque no te llamas Xian.
(Todo esto pienso cuando pienso en la melancolía que interrumpo, la imposibilidad que intercalo, la escritura que, intermitente, me lee).

No debiste gritar que soñabas, Cristina. Cuando el ruido de tu congregación me despertó, cuando comprendí que estabas ahí, haciendo un alarde de tus nudos y de tu perfil, cuando te reconocí la voz, no tuve, como nadie la tiene, alternativa. Desperté y, sabiendo que arriesgaba todos mis años, toda mi muerte, toda mi vida, me incorporé. El ruido de las rodillas, tienes razón. La trepidación del respiro. Ah, la lentitud. La magnífica lentitud de ese segundo: corrí poco a poco la pesada cortina. Y cuando me viste, cuando tu ojo rompió, y esto sin cuidado alguno, el candado del vidrio, el nudo de mi propio perfil, no debiste gritar que esto, que esto que sí pasaba, era un sueño. Cristina. No debiste salir corriendo.

Estoy, después de todo, viva.


Y la veo escribir todo esto: un alud sobre el escritorio. Una línea inclinada, o, mejor, quebrada sobre el teclado. La nariz blanca. La mirada horizontal contra la pantalla. Todo en un raro azul que se me antoja calificar, por razones que desconozco, como un azul de metileno. Todo en un tumultuoso silencio lleno de aves despavoridas.

Y no sé, de verdad, qué haré con la luz.

--crg

# posted by crg @ 7:57 AM

LA CARTA DIURNA

Thursday, June 16, 2005

Aquí, abajo de estas palabras, se oculta una misiva de Ulises. Secreta. Borrada.
Aquí están (mudos) (invisibles) (transparentes) sus vocablos vampíricos.
Aquí es de día y, bajo la luz del sol, todo lo que sea Ulises, que no es Ulises Aldravandi, se desvanece.

Aquí debería haber una cruz y, bajo la cruz, una tumba y, en la tumba, huesos.

(Las palabras, a veces, son huesos).

Aquí se inaugura un silencio radiante. Algo meditabundo. Un suspenso.
Así se calla.
Aquí no vive un coleccionista de insectos.
Así se lee.

(Las palabras, a veces, son insectos).

Aquí hay una daga.

--crg

# posted by crg @ 7:07 AM

DOS MUJERES QUE ROBAN JADE Y MANCUERNILLAS

Tuesday, June 14, 2005

El hombre se apostó en el umbral de la puerta de mi oficina y, como muchas veces antes, pensé que se trataba de un fantasma. Supongo que por eso lo ignoré. Uno se acostumbra, después de todo, a las visitaciones de los fantasmas y las toma con ligereza y los deja ir. Así que sólo levanté los ojos de la pantalla cuando sus nudillos tocaron tres veces la madera y de su garganta salió un carraspeo que a finales del siglo XIX pudo haber sido tomado como un signo de buena educación. Cuando logró caputrar mi atención fue al grano:

--¿La conoce usted? --me preguntó cuando sólo había dado dos pasos dentro de mi oficina.

Era una fotografía. Era una mano que temblaba apenas. Era un brazo y un hombro y un mentón que se dirigían, blancos y tensos, hacia mí. Eran dos ojos redondos, de un verde casi vidrio. Sulfúrico. Era una imagen. Era el rostro de Ulises, y el que fuera el rostro de Ulises, que no era Ulises Aldravandi, me dejó estupefacta.

Lo invité a tomar asiento y, mientras el hombre doblaba las rodillas y, luego entonces, bajaba la vista, trataba de hacer pensable lo impensable: así que sí era posible fotografiar a un vampiro y alguien más, alguien que no era yo, la conocía.

El hombre repitió la misma pregunta cuando, sin relajación alguna, permitió que sus vértebras tocaran el respaldo de la silla. Una voz demasiado aguda. Un tonillo impertinente. El color de su cabello maltratado. Tal vez por eso guardé silencio y me dediqué a observarlo.

--Estuvo en mi casa hace poco --dijo--. Me robó.

Toqué el retrato--las yemas de los dedos sobre la frente amplia, los ojos alertas, la nariz respingada. Me sonreí. Parecía desvalida y feroz a un tiempo. Parecía esa mujer que camina sobre dagas y que recuerda, también, una canción de Leonard Cohen. Parecía tantas cosas. Supongo que por eso recordé que, unos 20 años atrás, había escrito yo un cuento en que un Hombre Mayor secuestraba a una muchacha sólo para investigar el paradero de la otra mujer, la muy joven y de nombre Xian, que se había ido de su casa con una colección de jade y unas mancuernillas muy costosas. La Secuestrada, que se sonreía de esa manera turbia y descreída y cómplice en que yo misma lo hacía en ese momento, sólo le preguntaba: ¿Así que tú también te enamoraste de ella, viejo rabo verde? Por toda respuesta, el Hombre Mayor le volteaba el rostro con una cachetada y salía de la habitación blanca. El ritual, con ciertas variaciones de tema y de tono, se repetía unas tres veces hasta que, contrito y derrotado, el Hombre Mayor aventaba las llaves de la puerta sobre la cama mientras La Secuestrada hundía su cabeza en al agua tibia de la tina. Habían hablado del amor, eso recuerdo; habían hablado sobre la imposibilidad de fijar la trayectoria de otro, sobre querer hacerlo. Ese desatino. Esa maldición.

--¿Una colección de jade y varios juegos de mancuernillas? --por razones que todavía no entendía bien precisaba de su confirmación.

--¿Se lo dijo ella? --el alarma en sus ojos era real. Su impaciencia. Su azoro--. ¿Se lo dijo?

Lo invité a tomar un café nada más porque no quería tener esa conversación en mi oficina. Bajamos la escalera en silencio y no pronunciamos palabra alguna sino hasta que, con taza de café en mano, encontramos un árbol de amplias frondas bajo el cual nos sentamos.

--Hace calor --murmuró. Bajó la vista. Se ruborizó.

--No sé dónde esté --le dije, para evitarle el bochorno de preguntar y de esperar, apesadumbrado y servil, la respuesta.

--Pero ella le escribe --su hombro y su brazo y su mano, que se dirigían hacia mí, sostenían ahora un par de hojas cuadriculadas--. Mira.

Era un texto escrito a mano, tinta marrón, letra pequeñísima. Era algo vivo y a punto de quebrarse. Una herida. Una daga. Era, según decía el título, el capítulo de todos sus inicios. Cuando atiné a arrojar mi mano hacia el papel, súbitamente necesitada, el hombre lo alejó de mí.

--Primero vas a tener que decirme dónde encontrarla.

--¿Para qué? --le pregunté sin poder evitar la sorna--. ¿Para que te devuelva el jade? ¿Para que te regrese el costo de las mancuernillas?

El viento, fresco. La nube blanca. La rama que, tambaleante, deja caer una hoja. El ruido de un tráiler que se va. Tres carcajadas.

--Para lo que a mí se me de la gana --dijo con una agresividad que había imaginado en él desde que se apostó, fingiéndose fantasma, en el umbral de mi puerta.

Me incorporé entonces. El ruido de las rodillas. El gemido de hastío. La compasión. Recordé la furia y la frustración del Hombre Mayor que, 20 años atrás, también la buscaba. Los dos hombres me conmovieron. Me quedé inmóvil así, de pie junto a él que, con las piernas cruzadas y la mirada hacia arriba, no parecía haber salido bien a bien de la adolescencia.

--Pero, corazón, supongo que a lo que a ti se te da la gana a ella no le interesa --dije en voz muy baja.

Ese verano, recordé, vivimos del dinero que sacó al malbaratar el jade e intercambiar las mancuernillas en el mercado negro. Algo así le había dicho La Secuestrada, ya dentro de la tina, al Hombre Mayor que, vestido y pulcro, la observaba desde el asiento del retrete. Los dos lloraban en silencio dentro del baño. También perdimos tres paraguas, había continuado. Y un perro que se llamaba el Diablo dejó que le acariciáramos el lomo. Una tarde de domingo. Fumábamos mucho. Las dos.

--Pues ya lo veremos --anunció, irrebatible, el muchacho sulfúrico.

Y dijo algo más, algo que ya no pude oír desde lejos. Desde 20 años atrás.

--crg

# posted by crg @ 7:25 AM

EL CAPÍTULO DE LOS INICIOS

Tuesday, June 07, 2005

Y sucede: uno se distrae--basta un parpadeo, el atisbo de una idea, la sombra que se da la vuelta en la esquina. A veces basta con menos. Luego, sin anunciarlo, las distracciones se convierten en otra cosa: olvido. Uno olvida, efectivamente. Como dice Leonard Cohen de la pérdida de las cosas incontrolables: It begins with your family, but soon it comes around to your soul. Un rostro se convierte en una nariz, la nariz en un punto luminoso y ¿no era eso en realidad el reflejo del alumbrado público sobre el toldo de un coche gris? Por más que se diga lo contrario, eso no brilla por su ausencia. La ausencia es transparente: ahí vemos a-través. Uno, quiero decir, sigue olvidando. El olvido se convierte en un hábito--algo que se hace día a día, de manera regular, y algo que se coloca uno sobre el cuerpo, para cubrirlo de todo. Uno se habita. Uno habita. Uno es una habitación.

--Sé que me recuerdas --dijo Ulises después de despertarme con unos nada sutiles golpes sobre la ventana.

Y sucede: uno se da cuenta de todo lo anterior cuando, sin aviso alguno, sin precaución, se encuentra con el-objeto-olvidado. El reconocimiento no lo es. Cuando la mirada se posa sobre eso, eso empieza a existir por primera vez. Un punto luminoso, sí, una nariz, las puntas del cabello, las pestañas, el cuello. Finalmente: el rostro. Una ceremonia completa. La silueta que dice “te identifico y, por lo tanto, sé que recuerdo”.

--Tú no eres Ulises Aldravandi --alcancé a balbucear antes de realmente estar despierta--. Esto no es Boloña ni una lección sobre la historia de la entomología.

La Mujer Vampiro fumaba y, por eso, le indiqué que saldría al balcón. Asumo que mi gesto--el dedo pulgar y el índice tocándose las yemas justo enfrente de mi rostro contrito--la invitaba a esperarme.

Su vestido azul cielo. Su chongo engominado. Sus guantes negros. Sus zapatos de correr sobre dagas. Todo eso tambaleándose sobre el barandal de hierro. Todo eso a punto de caer. Seguramente cayendo.

Ulises.

--No sé cómo escaparme del inicio --dijo, sin ninguna clase de preámbulo cuando finalmente atiné a ponerme una bata sobre los hombros y la alcancé en el estrecho balcón sobre cuya herrería su cuerpo oscilaba, oh, tan distraídamente.

--Mi historia --aclaró cuando se dio cuenta que no entendía de qué me hablaba--. La historia de mi vida.

--Ah –dije--. Eso.

Rechacé un cigarrillo. Me recargué sobre el barandal. Observé la noche. El aroma del tabaco me reconfortó. Su bamboleante cercanía. Leonard Cohen otra vez: Well I've been where you're hanging, I think I can see how you're pinned/ When you're not feeling holy, your loneliness says that you've sinned.

--Sí --estuve de acuerdo minutos después--. Es difícil salir de los inicios.

--Mh --murmuró, seguramente pensando ya en otra cosa. Luego, lentamente, sin dejar de fumar, dobló la espalda y se quedó colgando, sostenida sólo de las rodillas, de la orilla del barandal. Pensé que tenía una elasticidad envidiable. Pensé que se encontraba en una condición extraordinaria para ser alguien de más de 100 años. Pensé que sus muslos eran demasiado blancos.

--The Sisters of Mercy --dijo, volviendo a su posición original.

--¿Qué?

--Lo que cantas –dijo--. Lo que tarareas se llama The Sisters of Mercy.

Le sonreí, por supuesto. Luego citó: “Well they lay down beside me, I made my confession to them/ They touched both my eyes and I touched the dew on their hem”.

Si no se hubiera tratado de dos mujeres, una de ellas una vampiro, detenidas en un balcón estrecho a la hora más oscura de la noche, se habría podido pensar en la reunión de dos adolescentes que fuman a escondidas y por primera vez. Esa clase de ligero nerviosismo. Ese tipo de imprudencia. Irreflexión.

--Y luego --murmuré--. Entonces. Así fue como. A medida que.

Como me miró con cara de no estar entendiendo nada, tuve que decir:

--Lo que los narradores usan para indicar que el tiempo pasa, que ya han salido del inicio.

Mi explicación pareció satisfacerla.

--Pero nunca nada pasa así, claro --dijo después de unos minutos de reflexión--. Nunca nada pasa así --insistió.

Estuve de acuerdo.

--En realidad no sé por qué quiero salirme de los inicios --murmuró más tarde. Mucho más tarde. Creo que para entonces yo ya pensaba en otra cosa--. No sé si quiero.

Me agradaba su compañía, es cierto. Sus dudas me resultaban interesantes--eran juguetes que se me antojaba armar. Pero justo cuando terminó su oración y ella se disponía a prender otro cigarrillo, recordé que yo trabajaba al siguiente día. Tenía que levantarme temprano. Bañarme. Hacer como que la Mujer Vampiro no existía.

--Pues cuenta la historia de tu vida sólo con inicios --le dije nada más por decir algo. Para distraerla también. Para poder escapar.

Esta vez su sonrisa se convirtió en una granada. Todavía con ella sobre el rostro, llegó al suelo con la agilidad de una gimnasta y la energía de alguien sobrehumano. Así saltó. Antes de partir otra vez me dijo algo que no alcancé a oír. No quería despertar a los vecinos, pero tampoco podía dejarla ir sin enterarme de su mensaje. Le pedí que lo repitiera. Dijo:

--When I left they were sleeping, I hope you run into them soon --debí haber puesto cara de no entender porque, de inmediato, añadió:

--The sisters of mercy, Cristina. The sisters.

Luego salió corriendo. Una pesadilla con tacones altos. Hacia la ininteligibilidad.

--crg


# posted by crg @ 11:07 AM

UNA SENSACIÓN NO DEL TODO DESAGRADABLE

Monday, May 09, 2005

En las páginas iniciales de Oracle Night, Paul Auster describe el "not altogether unpleasant feeling" que le provoca al escritor Sideny Orr el entrar en el apartamento de un amigo--un espacio "real" que él había estado recreando apenas unas horas antes en su cuaderno azul. "I had the strange, not altogether unpleasant feeling", reflexiona Orr, "that I was entering an imaginary space, walking into a room that wasn´t there". Estar en ambos lugares, en el apartamento y en la historia que se desarrolla en el apartamento produce, al decir del narrador, la existencia inquívoca de un espacio ilusorio que existe y que, al mismo tiempo, existe Más Allá. Estar ahí y no estar ahí, estar en el corazón mismo del ahí, caer ahí, hacerse cómplice del ahí, mirar por sobre los hombros de la realidad para espiar el ahí, no tener la más mínima idea de lo que es el ahí--todo eso, naturalmente, produce una sensación no del todo desagradable. Algo así, algo parecido, fue lo que sentí cuando vi a Ulises, que no es Ulises Aldravandi, que nunca será Ulises Aldravandi, en el pórtico de mi casa, esperando.

Regresaba de viaje, un viaje relámpago (en más de un sentido de la palabra relámpago) que me llevó a las orillas de un Mar del Norte extrañamente enverdecido, cuando, sin anuncio de por medio, sin evocación o esperanza, sin haber pensado en ella (escribo esto y me doy cuenta que no-pensar-en-ella se me ha vuelto una costumbre casi entrañable), la vi. Reconocí el vestido de seda azul celeste, los zapatos de tacón, el cabello cobrizo. Reconocí la sobriedad de la mirada, la delgada consistencia de sus manos, las trazas que el color rojo había dejado sobre su mejilla derecha, bajo sus uñas, en el antebrazo.

--No deberías estar aquí --le dije, mientras introducía la llave en la cerradura y pensaba que esto de estar junto a la persona que había estado recreando apenas unos días antes en una pantalla era algo vertigionoso y absurdo, desestabilizador e hilarante. Triste, incluso. Veloz. Una sensación, y de ahí la resonancia de Auster, no del todo desagradable.

Ulises movió el cuello para seguir mis movimientos pero no el cuerpo. Por unos segundos tuve la sensación de que se había convertido en una estatua de cera o que había sufrido un accidente atroz que la había dejado parapléjica. Pensaba eso sin verla, sintiendo su mirada sobre mi nuca, sobre la parte posterior del hombro izquierdo, y me debatía, al mismo tiempo, sobre la posibilidad de invitarla a pasar a mi casa o de atenderla a la interperie, donde estaba. Su inmovilidad, sin embargo, me distrajo. Su silencio. Pronto no tuve otra opción más que interrumpir lo que estaba haciendo y me volví a verla.

Su frente: amplia, despejada, dos gotas de sudor.
Sus ojos: abiertos, desmesurados, insistentes, repetitivos, irritados.
Su boca: semi-abierta, a punto de enunciar algo, seca.
Su comisura derecha: el hilillo oscuro, el exceso, la mancha.
Sus hombros: ¿Es cierto que está temblando?
Sus manos: un tronco sobre la superficie de un río, un cadáver, dos hojas secas.
Sus uñas: ¿no me dijo ella que no confiara en nadie con las uñas sucias de mugre, de sangre, de muerte?
Sus pantorrillas: desnudas, fuertes, blancas.

Y mientras la mirada se me llenaba de adjetivos, mientras la mirada la recorría y, al recorrerla, la confirmaba y la desvanecía, la persona que tenía frente a mí, inmóvil e inesperda, aturdida y sin palabras, se volvía, como el departamento al que llega el escritor Orr en Oracle Night, una entidad ilusoria. Algo de ficción. Fue por eso, por la sensación, no del todo desagradable efectivamente, pero sí incómoda, sí enloquecedora, que me aproximé. Cuando mi mano derecha finalmente aterrizó en su hombro me di cuenta que había tenido razón: Ulises estaba temblando.

Era obvio que la persona que estaba y no estaba frente a mí, la fictiva, acababa de hacer algo que le producía horror, asco, remordimiento. Era obvio que la mueca que había nacido con la aspiración de convertirse en sonrisa pero que se había detenido, acaso a su pesar, en ese rictus apesadumbrado e inentendible, le pertenecía a una persona fuera de sí o dislocada de sí o a punto de perderse a sí misma. En todo caso eso que acontecía frente a mí y que también se llevaba a cabo en la historia que escribía alrededor de ella me llenó de pesar. En realidad me llenó de lástima--no la compasión solidaria que provoca a veces la empatía, o no sólo eso, sino también esa ruin y no del todo desabradable sensación de que eso que no podía nombrar, eso que si era capaz de acercarme tendría que constituir la médula misma de una historia sobre la mujer vampiro, sobre Ulises, eso que se quedaba en la mueca y en los ojos desmesuradamente abiertos nos diferenciaba.

Eso pensaba cuando Ulises, sin anuncio de por medio, sin dejar de verme, se incorporó. Un siglo ahí, entre sus ojos y los míos. Un reto. Una especie de horror. Luego me dio la espalda y, antes de pudiera imaginar que correría, se echó a correr. El sonido de los tacones sobre el pavimento. El sonido de un cielo oscuro. El sonido de la mujer en fuga. Mientras oía eso y más con una minuciosidad que con frecuencia me preocupa y me distrae logré abrir finalmente la puerta de la casa, introducir mi equipaje, y caer derrumbada sobre el sofá sin poder creer, o dudándolo en todo caso de manera radical, que alguien hubiera estado y no estado ahí apenas unos minutos atrás.

--crg

# posted by crg @ 9:10 AM

ULISES

Wednesday, April 17, 2005

La había olvidado. La había olvidado casi por completo. A no ser por los cuerpos destrozados de los perros callejeros que, de cuando en cuando, me la traían a la memoria de esa manera oblicua y efímera en que se recuerda cuando uno tiene prisa y no quiere, en realidad, recordar, había olvidado a la Mujer Vampiro. La Verídica. Tal vez por eso me sorprendió tanto encontrarla. Tal vez fue sólo el cansancio.

Quisiera decir que le puse una atención desmedida o que la reconocí de inmediato, pero la verdad es otra. Caminaba por el estacionamiento umbroso en el estado de semi-inconsciencia al que, con frecuencia, me lleva el agotamiento y, por eso cuando avizoré la figura de Algo cerca de la puerta de mi camioneta, primero pensé que se trataba de una alucinación y, segundos después, unos segundos que, por cierto, tardaron cientos de años en llegar, pensé que se trataba del anuncio de un crímen. El cansancio era tanto que, a pesar del desconcierto o la alarma, seguí aproximándome.

--Tú me conoces --me dijo cuando trataba de abrir la puerta del vehículo.

Supongo que la miré como si ella y yo estuviéramos muy lejos la una de la otra. Supongo que lo estábamos.

--Me llamo Ulises --murmuró y, acto seguido, me extendió la mano. Supongo que fue un acto reflejo el que me motivó a dejar los libros sobre el asiento y a estrechar, en una estupefacción absoluta, una mano huesuda, de dedos largos y piel muy suave.

--Ulises Aldravandi --dije--, nació en Bologna. Y en 1602 publicó De Animabulus Insectus, un libro revelador.

Ulises, que ya había soltado mi mano, me miraba como debe verse a alguien que habla de cosas absolutamente intentendibles o que ha perdido la razón. Lo único que pude aducir a mi favor en ese momento más bien bochornoso fue que unos 10 o 12 veranos atrás me había dedicado a leer, con acostumbrada obsesión y en un lugar de cuyo nombre no quise acordarme, a los precursores de la entomología--por razones tan inentendibles como las que provocaron el comentario que acababa de hacer--y que el nombre de Ulysse me había gustado. Ulysse Aldravandi que distinguió por primera vez la morfología de las alas y las extremidades de los insectos y que los clasificó en insectos de tierra e insectos de agua dulce. Ulysse, el padre de la investigación natural.

--Ah --exclamó ella cuando terminé mi atropellado relato. Y entonces me dí cuenta de que yo ya iba manejando y que Ulises, que no era Ulises Aldrvandi, iba sentada a mi lado. La ciudad deslizándose, silenciosa, a través de las ventanillas. No me atreví, por supuesto, a preguntarle a dónde iba.

--Me gusta escribir --dijo en tono más bien solemne--, pero me gusta más estar aquí.

Yo guardé un cuidadoso silencio. Un silencio amedrentado. Por el espejo retrovisor se asomaba una hilera de luces mortecinas que me hizo pensar en una despedida.

--Quiero decir que no iba yo a estar escribiendo recaditos toda la vida, ¿me entiendes?

Le dije que, efectivamente, la entendía, lo cual era cierto. Pero entender y estar de acuerdo son dos cosas distintas. Y entonces empecé a pensar que era, como se sabe, una manera de no estar ahí.

--Pero vas a seguir escribiendo ¿no es así? --iba a tratar de no decir eso, pero cuando intenté frenar a la profesora-que-llevo-dentro fue demasiado tarde--. Hay similitudes, como bien sabes, entre escribir y comer --añadí de la misma forma atropellada y sin sentido en que le había contado la historia de Ulysse Aldravandi.

Por toda respuesta la mujer se sonrió.

--Aquí me quedo --dijo. Era un esquina oscura y extrañamente vacía. Era una esquina que era una esquina. Abrió la puerta. Antes de colocar el primer pie en el pavimento se volvió a verme.

--Pero puedo visitarte ¿no? --pensé que para ser Mujer Vampira era bastante delicada y eso me gustó. Me sonreí. Parpadée. Y, entre una cosa y otra, Ulises, que no era Ulysse Aldravandi, desapareció.

Me quedé un rato ahí, en la esquina que era verdaderamente una esquina, esperando la luz verde en el semáforo. Me quedé repitiendo su nombre. Ulises. Ulysse Aldravandi que distinguió por primera vez la morfología de las alas y las extremidades de los insectos. Me quedé.

--crg

# posted by crg @ 6:24 AM

UNO, SI TIENE SUERTE O CONVICCIÓN, NO TERMINA DE GOLPEARSE NUNCA

Tuesday, April 05, 2005

Ya empezó a suceder. Camino por la ciudad, cruzo una calle y, en el momento, mientras cruzo, reconozco a alguien. En ese instante, en la brevedad inconclusa de ese instante, el reconocido me pregunta por ella. Dice, en silencio: ¿Cómo le va a la Vampira?

Ya está. Ya empezó a suceder. La Verídica está tomando pedazos cada vez más grandes de mi propia vida.


Abril 3, 2005
Ciberespacio

A veces, cuando todo termina, me tiendo sobre el piso de la azotea y observo el cielo. A veces ese cielo me gusta. La mayoría del tiempo, sin embargo, prefiero el cielo electrónico. Estar no bajo, sino frente a. Un cielo vertical. Un igual.

(Y así, como bien lo sabe ya, no iba a empezar estar carta).

El cielo electrónico congrega a seres que han olvidado hablar. El Pornógrafo se toca el sexo mientras observa, en una inmovilidad de artificio o de ruina, los cuerpos desnudos de mujeres, hombres, niños. La Enamorada manda mensajes deseperados, llorosos, llenos de mocos y suspiros, a una pantalla que se encuentra en Amsterdan, frente a la cual El Enamorado se inyecta, eso dice, heroína. Un Oficinista Recatado de camisa blanca y pantalón de camisir revisa memorándums como si en eso se le fuera la vida. En eso, estoy segura, se le va la vida. Una Pareja de Ebrios Felices, a ellos no los había visto nunca aquí, se sientan frente a una pantalla y pasan horas componiendo un mensaje--dicen: el sustantivo, la coma, el espacio, ésa cacofonía, el ritmo, el silencio, el tiempo verbal, la idea, ésa idea, la idea que se acaba de ir--que, a final de cuentas, no mandan a ningún lado. Yo. Yo que, como usted sabe, camino bajo jacarandas mientras deslizo la lengua de una comisura a otra de la boca con una discreción que me ha tomado años aprender y, luego, después de todos esos años, que me ha tomado aún más años domesticar.

¿Cómo se cuenta una vida, Cristina, cuando uno está frente al cielo eléctronico? Lo pregunto y luego me recrimino el no haberlo preguntado antes. Al inicio. Era tan fácil después de todo, preguntarlo. Preguntar eso.

Los primeros 75 años: voracidad, prisa, ráfaga de viento, anti-identidad, el lugar móvil, el lugar que no sabe estarse quieto, hambre, mucha, hambre satisfecha, una cosa y la otra y luego la que sigue, next, un correr, un correrse, un no acabar de llegar.

Los siguientes 16 años: la dieta de palomas y gatos callejeros y perros atropellados, el silencio, los libros, el dejar de hablar, los anteojos, la torre de marfil, la suspensión, la duda atroz, la incredulidad, un laberinto.

Los siguientes 32 años: una recapitulación, el saber estar, el balbuceo, cierto humor, la discreción y la domesticación de la discreción, el vestido de seda, el cuaderno abierto, la tinta marrón, el teclado, el cielo.


TODO VUELVE AL CIELO ELECTRÓNICO ¿SE DA CUENTA?


Y eso no es una vida, estará de acuerdo conmigo, espero, querida Cristina. La vida, si está, si es, de existir, tendría que moverse en el espacio que se abre entre el número 75 y el el número 76, entre el número 91 y el 92, entre el día anterior a mi primera carta y el día posterior a mi primer carta. En el salto. En la manera de caer, ese vértigo. En la cabeza estrellada sobre el piso--azul, de ensueño, cuarteado--de la alberca. La tentación. La tentación cedida. Uno se golpea, ¿verdad, Cristina? Uno, si tiene suerte o convicción, no termina de golpearse nunca. Uno se saca el aire y se queda tendido, a veces, junto al cielo electrónico, dándose por muerto. Dándose. Un Muerto.

Quiero contar la historia de mi vida, le dije en mi primera carta. Mi versión (y utilicé el término nada más para agradarla, se lo dije, para no incomodarla con la palabra Verdad, con su contenido, con su amenaza, con su reto). Pero sólo quiero eso, Cristina, lo repito: quiero lo que está enmedio. Lo que queda bajo mis pies cuando salto, justo antes de que la cabeza se abra en pedazos al volver a caer. El momento absurdo y veraz del cuerpo suspendido, justo antes de la creencia o del miedo. Antes, usted lo denominaría así, estoy segura, antes de la normalización. Quiero el tajo, cuando el tajo se abre, cuando el tajo se vuelve tajo. Quiero la fuerza del golpe cuando abre y la la fuerza de la apertura cuando tiembla. Nada más, Cristina, nada menos.

Ahí está. Eso es lo que quiero. Nunca había estado tan segura de algo en toda mi vida--y mi vida, como lo puede ver, es algo largo, algo innecesariamente largo, Cristina.

Estoy segura de que usted me ayudará.


--crg

# posted by crg @ 7:55 AM

UN IR SOBRE DAGAS

Sunday, April 03, 2005

Confesión tristísima: caí en la tentación.
Confesión tristísima (revisada y ampliada): no caí, me eché un clavado en la tentación.

La tentación es una alberca (vacía).

Le escribí, quiero decir. En lugar de ignorar sus misivas y en un momento de absurda debilidad (¿y que momento absurdo no es de debilidad y viceversa?), le escribí. Le hice preguntas. No sólo reconocí su existencia a través de este acto sino que, además, lo que es mucho peor, le pedí un reconocimiento como respuesta. Un reconocimiento de mi propia existencia.

Ahora sé que publico estas cartas para protegerme. De ella. De mí misma. No persigo otro afán al hacerlas públicas. La persona que se hace llamar La Mujer Vampiro, la Verídica, o sufre de algún tipo de enfermedad mental, lo cual la hace peligrosa, o es verdaderamente la Verídica Mujer Vampiro, lo cual la hace peligrosa. No sé que le haya pasado, no sé si me interese, en realidad, saberlo, pero de ahora en adelante, obedeciendo a la peculiar manera de organizar sus misivas, empezaré a leer sus textos del final hacia el principio.

La tentación es un trampolín que tiembla.


Abril 2, 2005
Ciberespacio

No se equivoca, Cristina.
Si usted es verdaderamente la narradora que cree ser o que dice ser, entonces estoy segura de que lo ha notado.

Le escribo para confirmarle que no se equivoca.

:El eco de los tacones que se aproximan. Más que caminar: un ir sobre dagas. Más que correr.

:Cierto aroma—un aroma indescriptible que se cuela por los poros, no por la nariz. Ese ardor sobre la piel. El rasgar de las uñas. Las yemas de los dedos: una suerte de tamborileo. La clave Morse. La lectura en Braile.

:El pequeño pájaro muerto que aparece, con ese sentido de composición que da a veces la sentimentalidad más artrera, justo a los pies de la jacaranda. Un pequeño pájaro decapitado. Ay.

:Las fotografías de los cadáveres que el narcotráfico deja sobre las calles, abiertos de par en par, desangrados.

:Esa súbita humedad en el ambiente, totalmente fuera de época, que sabe a materia podrida, a materia en proceso de descomposición, aquí, sobre la lengua, entre los dientes.

:Su nerviosismo. Su prisa. Su voltear una y otra vez hacia atrás como si hubiera olvidado algo o como si esperara que alguien le siguiera los pasos.

:Su escribir sin cesar. Su incesante escribir.

Todo eso soy, efectivamente, yo, querida Cristina. No se ha equivocado.

Me gustaría poder decirle que puede seguir abriendo mi correspondencia, y luego entonces satisfacer su curiosidad o su morbo, con la garantía de que no le pasará nada. Me gustaría poder decirle, con toda honestidad, que no la dañaré. Pero, con toda honestidad le digo, en cambio, que no puedo asegurarle nada. Le escribía al inicio con cierta precaución. Le escribía como escriben aquellos que quieren ser leídos pero que temen no ser leídos—asumiendo sus formas, respetando su estilo, ciñéndome a sus tradiciones, guiñándole una vocal, un paréntesis, un espacio en blanco, una coma de más.

Acaba de empezar la primavera, ¿lo notó ya?

Escribía como si no se hubiera acabado el invierno. Escribía como si tuviera que volverme legible para usted. Escribía detrás de una roca, detrás de la tinta, detrás, incluso, de las letras. Detrás del abecedario.

Me detengo bajo el balcón de su recámara por las noches, tampoco en eso ha errado. La veo dormir. Con frecuencia me pregunto a qué hora exactamente empieza el amanecer, en qué segundo la oscuridad pierde su consistencia, su color, su límite. Me sigo haciendo ese tipo de preguntas. ¡Después de todos esos años, me sigo haciendo preguntas de ese tipo! La cabeza de un pequeño pájaro: una suculencia. El leve crujir de los huesos de leche. Un festín. Habla sola. Habla de noche. ¿Lo sabía? Y será una sonámbula y caminará, pronto, por las orillas del techo de su casa y, al despertar, se dará cuenta que estuvo a punto de saltar.

Un día saltará, Cristina. Estoy segura.

Escribía como si caminar de noche no fuera un fruto lleno de filos. Como si yo no supiera a que sabe el corazón de una paloma o la sangre del cuerpo al que se ama. Como si mis manos estuvieran limpias. Así escribía. Antes de saber que escribir es un ir sobre dagas, escribía para usted.

PRIMERA VERSIÓN:
Un vestido de seda. Los guantes. Las medias. La capa. Los zapatos. Me preparo meticulosamente y salgo. El ruido, Cristina, el choque de diente sobre hueso. La cercanía de los brazos, los pechos, las piernas, los labios. Ese raspar. Ese rasgar. La respiración, agitada. La respiración cuando se va poco a poco. Muy poco a poco. Lo que la gente dice cuando dice la palabra estertor. El último. Alguien va sobre la banqueta. El ruido de los tacones afiladísimos. Y esta prisa por registrar, no lo acontecido, sino lo pasado. Lo que ha, literalmente, pasado. Entonces veo mis uñas sobre el teclado—sucias de mugre, de carne, de sangre. Aprenda a no fiarse de nadie con las uñas sucias, Cristina. Yo sé lo que le digo. Aprenda a no fiarse. La confianza no le dará un mejor entendimiento de la gente. La confianza sólo la dejará sin cabeza ahí abajo, sobre la banqueta, en la fotografía del periódico de mañana.

SEGUNDA VERSIÓN:
Tacón. Escalera. Puerta. Banqueta. Árbol. Eco. Cielo. Ojo. Olor. Cielo. Deseo. Uña. Diente. Objeto. Sangre. Grito. Murmullo. Horizonte. Estertor. Cicatriz. Siempre, al final, la cicatriz.

Las palabras, esto lo dijo usted alguna vez, son cicatrices.

LO QUE LE QUERÍA DECIR DESDE EL PRINCIPIO:
No se ha equivocado: las dos hacemos cosas parecidas. Tiene razón. Usted lo notó primero. Y le agradezco el comentario. Y de ahora en adelante, querida Cristina, ¿su espada o la mía?
--crg

# posted by crg @ 6:59 PM

LOS SAGRADOS ALIMENTOS

Wednesday, March 30, 2005

Recibí este comunicado electrónico hace no mucho. Supongo que lo publico aquí porque estoy algo asustada, porque hay algo en él que más bien parece amenaza. Aunque se me acuse de exagerada, que lo soy, aviso a todos los lectores del ciberespacio que si algo extraño me sucede acaso pueda deberse al merodeo, hasta ahora virtual, de la Mujer Vampiro, la Verídica. He aquí sus propias palabras.


Marzo 29, 2005
Ciberespacio

Debo hablarle de mis alimentos.

Me pide, Cristina, que le describa un día [sic] de mi vida. No me pide que reflexione sobre mi condición ni que le exprese sensaciones especìficas de mi existencia. A usted, lo entiendo así, no le interesa lo que yo pueda pensar o sentir sobre mí misma sino lo que yo hago. O, más al punto, lo que yo termino haciendo. Una secuencia de escenas. Una concatenación de hechos. Algo palpable. Algo que se pueda comparar. Lo que usted quiere es que yo le de palabras, apenas las suficientes, para que pueda esbozar, luego y a solas, una silueta más o menos estable de algo que, con el tiempo, podría llegar a ser, incluso, yo misma. Usted quiere aprehender esa silueta paso a paso, tan mililimétricamente como sea posible. Todo eso en su imaginación. A usted, luego entonces, no le interesa conocerme. Deduzco que si le interesara conocerme me habría dado una cita o querría platicar conmigo. A usted, ahora lo entiendo, le interesa imaginarme.

Pero para imaginarme y, acaso, aborrecerme; para imaginarme como creo que se debe imaginarme, usted tendría que saber cómo me alimento.

Podría complacerla, claro está. Podría describirle en detalle escenas, tanto anodinas como fundamentales, de mi existencia--toda conversación es, después de todo, un intercambio de este tipo de repertorio. Toda conversación, incluso ésta que usted limita a nuestra correspondencia electrónica, es un esfuerzo por negociar un nuevo orden para esas escenas que conocemos demasiado bien, que sabemos de memoria, hasta el aburrimiento. Pero mucho me temo, querida Cristina, que la decepcionaría demasiado pronto.

Considere esto: No vivo en un edificio ominoso con puertas que rechinan y sirvientes uniformados de blanco. No tengo colmillos puntiagudos que brillen bajo el fulgor de la luna. No vengo de Transilvania. No ejerzo ningún hechizo extraño sobre los gatos. No llevo un aura de maldad sobre el cabello. ¿Cómo decirle que ese hombre de pantaloncillos plateados al que todos llamaban el Santo les ha dado una imagen más bien falaz--a veces me asombra mi moderación, lo juro-- de gente como yo?

Vea el contexto, entonces. El departamento austero, de cuatro recámaras y pisos de madera, sólo se distingue por los ventanales, usualmente limpísimos, por los cuales es posible ver las frondas de las jacarandas--por eso sé, entre otras cosas, que de noche todas son oscuras; que, de noche, todas las jacarandas son negras. Cito a uno de sus autores favoritos y le digo, con Benjamin, que detesto los sitios habitados donde todo se vuelve huella--la vela, el cojín, el cuadro, la foto, el garabato--porque esos lugares sólo me provocan la expresión: "Nada tengo que buscar aquí". Son lugares llenos. Lugares donde no hay espacio ya ni para la mirada, mucho menos para la duda. Prefiero el vidrio y el acero, precisamente, porque repelen todo vestigio, toda traza, toda huella. Esa repulsión me intriga. Prefiero una ventana.

Entérese de la vida material, entonces. No vivo de pesadas monedas de oro que extraigo de húmedos sótanos oscuros con ayuda de un esclavo jorobado. Afortunadamente, ahora es posible llevar a cabo transacciones económicas por internet y, gracias a ello, ya no tengo que recurrir a ningún asistente humano, jorobado o no, para que haga las colas tradicionales en los bancos. ¡Y no sabe usted, o acaso sí, cuántas personas trabajan en el turno nocturno! En todo caso, arreglo mis asuntos económicos puntualmente, y con cierta eficacia, desde la comodidad de mi oficina--una de las cuatro habitaciones de mi casa.

Hasta aquí puede seguirme, lo sé. ¿Se da cuenta ya de que ha hecho la pregunta equivocada?

Una persona no es, o no se agota, en su contexto o en la manera en que produce su vida. Una persona es, fundamentalmente, lo que come. Lo que engulle. Lo que incorpora a sí. Una persona es, me atrevería a asegurarlo, una manera de alimentarse.

Si esto es cierto, yo, querida Cristina, soy pura violencia.

Lo debí haber dicho desde un inicio--y lo dije, nos consta a las dos--pero no sé si deba entrar ahora, que es el claro después, en engorrosos detalles. Me juego la continuación de su lectura, su posible rechazo, su alarma, su asco. ¿Se da cuenta, Cristina, que quiso evadir el meollo del asunto con una pregunta demasiado púdica?

Los labios. El cuello. La sangre. Palabras para una escena sanguinolenta, efectivamente, pero, al fin y al cabo, atrayente. Sexual incluso. Excitante. Ojalá fuera así. Ojalá alimentarse fuera tan hermoso. ¿Pero nunca se pregunta usted acerca del diente que choca contra el hueso--ese ruido, ese momento, ese escándalo--y acerca del cuello que, casi partido en dos, cuelga del tronco de un cadáver? ¿Y si hay resistencia, que la hay siempre, no se pregunta nunca usted sobre la cercanía de los cuerpos y la manera en que se pega el olor a miedo y la alarma que produce el odio? ¿Y si no hay resistencia, lo cual sucede poco, no le da curiosidad saber qué es lo que se desliza por esos ojos abiertos e inmóviles que, al dolerse, porque eso hacen en su inmovilidad y en su apertura, dolerse, dolerse dolorosamente, se duelen por uno, por el hambre de uno?

Ojalá alimentarse, Cristina, fuera simple. Ojalá, de verdad, fuera hermoso. Ojalá hubiera maneras civilizadas de satisfacer el hambre. Pero toda comida es un asesinato, lo sabe usted bien. Todo festín, un festín de horror. Todo platillo, un dolor transfigurado.

Yo mato para comer, Cristina. Como usted. Como todos. Pero mis sagrados alimentos son frescos y, antes de serlo, antes de convertirse en mis sagrados alimentos, me miran a los ojos. Me maldicen.

Seguramente no querrá escribirme más después de esto. Si no lo hace le juro que la entenderé. Pero era mejor que lo supiera y que así se evitara la pena de seguir haciendo preguntas púdicas o equivocadas. Heme aquí, pues, por si no quedó claro: Soy una mujer vampiro y me alimento de sangre. Sangre fresca. Sangre, de preferencia, humana. Hay muy pocas maneras amables de obtenerla.

Y quedo de usted, por supuesto.

--crg

# posted by crg @ 4:58 PM

EL DIA (ES UN DECIR) EN QUE ME VOLVI INMORTAL

Saturday, March 26, 2005

Andaba de viaje y, por supuesto, no abrí mi correspondencia electrónica. Ahora, ya de regreso, sufriendo una de esas gripas horrísonas con que las vacaciones se despiden de manera definitiva de uno, no puedo no prestarle atención a la carta que la Verídica Mujer Vampiro me ha enviado. Digo esto (no puedo no prestarle atención) porque, inocente como suelo serlo, todavía espero que, aunque ya no lo menciona en esta carta, su promesa de hacerme llegar la inencontrable Santo contra las mujeres vampiro sea cierta. Pero también lo digo (con las dos negaciones del caso) porque sus cartas, dos hasta la fecha, me intrigan, me irritan, me hacen reír, me dejan cariacontecida.

Marzo 23, 2005
Ciberespacio

Querida Cristina:
Las calles están más solas que de costumbre aunque estén más llenas. Quiero decir que no andan por aquí los habituales, a los que reconozco nada más de verles su sombra, sino que estos días santos y pesarosos están llenos de extraños. Desde un punto de vista (el mío, por supuesto) esto es bastante conveniente, puesto que uno se cansa de alimentarse de seres los que casi se conoce--una costumbre que podría caer, si se llevara a un extremo, en lo promiscuo. Desde otro punto de vista (cualesquiera que no sea el mío), esto no le importa a nadie.

No sé por qué siempre tengo que empezar contándole cosas que no tengo la intención de contar. Yo quería empezar diciéndole, de una vez por todas, sin pausa ni misterio, que no recuerdo nada de mi infancia. Quería empezar así, firmemente, con decisión, "No recuerdo nada de mi infancia y, por eso, supongo que no la tuve". Quería, por supuesto, contradecir a todos esos escritores que creen que la infancia es el territorio por excelencia de la literatura, escribiendo un relato literario que, olímpicamente, se saltara tal etapa de la vida.

Todo eso pensaba y quería hacer, Cristina, pero ya no lo hice.

Aunque es verdad, o mi versión de la verdad para no alterarla: No recuerdo nada de mi infancia y, por eso, asumo que no la tuve. Es más: aseguro que no importa.

Mi vida empieza el día (esto es un decir, por supuesto, ya que nunca he visto, más que en fotografías, un día) en que me volví inmortal.

Alguien colocó sus labios sobre mi cuello y, acto seguido, empezó a succionar mi sangre. Alguien me atravesó el corazón con un objeto punzocortante y me dejó sobre las baldosas, creyendo que estaba muerta. Alguien no supo, no pudo saberlo, la manera trabajosa, determinada, magistral, en que extraje el objeto punzocortante, y la manera absoluta, sin vuelta atrás, en que decidí seguir viviendo.

Ahí está. Eso es todo lo que quería decirle al inicio. Una escena de sangre--el corazón latiendo, la respiración entrecortada, los labios, el cuello--dentro de la cual se lleva a cabo una decisión racional.

Antes de eso no hubo nada. Y, después de eso, de esa escena de sangre que lleva dentro, como preñada del hijo equivocado, una escena minimal, se inicia esta vida larga, esta vida sin salida, esta vida en la inmortalidad. Si hubiera muerto, me habría convertido en una víctima más. Una mujer buena. Alguien más allá del bien o del mal. Pero no lo hice. Ya todo eso no ocurrió. Sin embargo, aún ahora, no sé si no soy la víctima de esa muerte. La que no pasó.

Tampoco sé si me arrepiento. No sé, si, dado el caso, lo volvería a hacer. No sé nada en realidad. Sólo sé que en ese momento, sin infancia de por medio, inicia la historia de mi vida. La historia que quiero contarle. La historia para la que le pido su más detallada y concentrada atención.

Esto es todo por hoy, Cristina. Se ha hecho tarde (aunque usted, esoty segura, diría que se hace temprano) y los extraños merodean. Mh.

Queda de usted esta noche inusitadamente corta, la Verídica.


--crg

# posted by crg @ 2:47 PM

LA MUJER VAMPIRO ESCRIBE

Thursday,March 17, 2005

No sé, en realidad, si deba hacer pública esta misiva. Pero después de debatirme entre las múltiples posibilidades--es decir, publicarla o no publicarla--me decido a hacerlo por razones que todavía no comprendo pero entre las que se cuentan: la luz matutina: brillantísima; las ráfagas de aire a las cuales sólo les hace falta la proverbial sábana blanca para dejar su trazo en el paisaje; el fugaz recuerdo de lorena velázquez en bikini; mi afecto un tanto intrigado y otro tanto voluble por un hombre que gustaba del color plateado y se hacía llamar, válgame dios, El Santo; esta maldita costumbre de contestar todo, pero absolutamente todo escrito que llega a mí; la imagen conmovedora de una mujer vampira alumbrada por la luz azulosa de una pantalla mientras, inclinada apenas sobre el teclado, escribe una misiva para una Mujer Desconocida que ha encontrado, días atrás, en otra pantalla. Debe haber más razones, supongo. O tal vez ninguna más. Pero estas son las palabras de la Vampira Mujer que merodea cibercafés casi de madrugada.

Marzo 2, 2005
Ciudad de México

Las noches son muy largas, Cristina. Tan largas que le alcanza a una el tiempo para caminar sin rumbo bajo jacarandas muy oscuras y para asomarse, de cuando en cuando, a esos lugares bulliciosos e iluminados donde la gente se congrega para reír, para conversar, para embriagarse. Esas cosas humanas que usted, lo asumo así, conoce bien. Esas cosas tan ajenas.

Esta es una noche muy larga, Cristina, y he caminado sin rumbo--eso es lo que quería decir, en una sola oración, desde el principio, pero no he logrado hacerlo sino hasta ahora. Este momento.

Quiero decir que caminé por largo rato y me detuve, como suelo hacerlo, bajo una jacaranda (ha notado que de noche todas las jacarandas son negras, ¿verdad?) y luego frente a una pantalla y, ahí, ya sabrá, el azar siempre tan original, frente a sus letras.

Le escribo porque camino de noche, usualmente sin rumbo, y me atraen, con frecuencia, tanto las jacarandas como las luces que brotan de las pantallas de las computadoras. Estoy dentro de un edificio al que llaman ciberespacio. Y le escribo. Todo esto es real.

Usted sí puede creer que existo. Usted sí es capaz de creer que le escribe la verídica Mujer Vampiro desde un lugar inverosímil del espacio. Usted sí.

Quiero decir que camino y (¿de verdad no ha notado que las jacarandas son todas negras de noche?) que tengo una historia que contar. Yo también. Es algo que tiene que ver con un hombre de pantaloncillos plateados y una mujer de largos rizos rubios y bikini. A veces me pregunto, con esa desesperación que sólo puede dar la eternidad, por qué no me hice personaje de Anne Rice—ya sabe, libro de pasta dura, película en Hollywood, y Brad. Pero no, qué va, heme aquí, mexicana y sin alternativa, caminando sin rumbo en noches tan largas pobladas de pantallas. Mi historia, Cristina. Se la quiero contar—eso es lo que de verdad quería decir desde el principio pero no me atrevía. ¡Ay, pensar en todo lo que una tiene que escribir para, finalmente y por azar, atreverse a decir lo que uno quería decir desde el principio!Es algo que tiene que ver con mi verdad, Cristina. Escribo “mi verdad” y, antes de que me borre, le digo que sé, lo sé de cierto, que usted no cree en la verdad. Por consideración a usted, aunque sin creerlo del todo, le digo pues que es algo que tiene que ver con una versión--la mía.

Apuesto que le interesa. Apuesto que me dedicará algo de su atención. Apuesto la inencontrable Santo contra las mujeres vampiro si usted gana o si usted pierde. Se la apuesto.

Queda de usted.

Puede mandar su respuesta a soylamujervampiro@hotmail.com

Pd. La noche, de repente, se ha vuelto corta. Muy corta.


--crg

# posted by crg @ 6:48 AM

INICIAR QUE ES INTERRUMPIR

Porque dudo, suelo tomar decisiones intempestivas de las que no pocas veces termino arrepintiéndome. Dudar es, al menos en mí, un hábito acendrado que suele conducimre a ese tipo de parálisis mortecina y suave de la que sólo puedo salir violentamente. Un buen día, sin mucha noticia de por medio, aparece el suceso que interrumpe esa aparente falta de acontecimientos que es la parálisis de la duda continua. Un buen día, pues, algo inicia. O algo se retoma. Hoy es ése buen día. Interrumpo, luego inicio. En realidad es ella, La Mujer Vampiro, La Verídica, quien me ha vuelto a interrumpir y yo, como antes, como hace un par de años, he cedido. Aquí van, después del inicio que no es más que una interrupción, las cartas que fui recibiendo desde marzo del 2005. Cuando acabe de copiarlas todas, introduciré, entonces, la más reciente. La carta de la verdadera interrupción.

--crg